jueves. 28.03.2024

El ser humano ha cabalgado a través de la historia presumiendo de gloria, o de éxito, o de victoria, y lo ha hecho sobre millones de muertos, infamia sin duda, abusos y desmesura, adornados de ambición y de algún desacato romántico. Parece que no hemos aprendido nada.

Las batallas nunca debieron trasgredir el campo del escaque, cada una de las casillas cuadradas e iguales, blancas y negras alternadamente, y a veces de otros colores, en que se divide el tablero de ajedrez, la mejor representación del peor de los juegos: la guerra.

Extremadamente corrosivas en lo moral, los enfrentamientos reales, los que ahora se televisan en directo son, si cabe, más traumáticas que nunca. Penetrar en directo en el interior de la lucha, es la peor de las experiencias. Pese a la creciente virtualización de horrores en series y videojuegos, al riesgo que podría suponer confundir lo simulado y los sucesos, a la banalización de las armas, casi todos sabemos ya diferenciar lo sustantivo. En caso alguno estamos preparados para asumir tanto horror, sufrimiento, e impotencia como los que las imágenes de Ucrania nos acercan.

En el conflicto bélico el ser humano es creador y víctima. En el pasado existió, sí, un boato, incluso atractivo, de vanos galones y honores, jerarquías y parafernalias estratégicas, pero la realidad tangible del padecer de los humildes ciudadanos nos hizo claudicar de cualquier atisbo de belleza aceptable en los campos de batalla. La mítica queda para los clásicos, para los manuales militares, los libros de espías, las creaciones de Hollywood o de Silicon Valley, las biografías alejadas.

Mantenía Cicerón, hace dos mil años, que “la sola idea de que una cosa cruel pueda ser útil es ya de por si inmoral.” Por eso lo recriminable son ya los precedentes del conflicto, todo lo que conduce al mismo, incluso aquello que no trata de evitarlo, la misma desatención o displicencia ante una perspectiva dramática. Al final, es indiferente vencer o ser vencido, porque lo humano, lo civilizado siempre pierde. Además de muerte y destrucción, la conflagración enquista odios y miedos, trastorna psiques, y hace que el odio y el rencor permanezcan por generaciones, quizás para siempre. Aunque las víctimas sean distintas, los escombros son idénticos en todos los tiempos.

Una guerra puede comenzar en cualquier momento, pero lo que es seguro es que ya no terminará jamás, permanecerá en la mente y en la historia de los vencedores, en las heridas que por generaciones mantendrán los derrotados, en las tumbas, en los monumentos a los soldados desconocidos, en las llamas perpetuas, en las memorias particulares y colectivas, en el Libro de Infamia. No hay victoria ni honor humano que compense una sola herida, no hay medalla capaz de soportar el peso de la conciencia ante los muertos, no hay futuro suficiente para olvidar.

Un descriptor de realidades convulsas, como el periodista polaco Ryszard Kapuscinski, llegó a afirmar que “toda la guerra es absurda, salvo, acaso, la guerra defensiva”. Pues aun en ese caso, como estamos comprobando, todo es horrible, deleznable. Lo dijo muy bien otra maestra de la comunicación, Oriana Fallaci, escritora y periodista italiana, cuando afirmó que “el humanitarismo no tiene nada que ver con las guerras. Todas las guerras, incluso las justas, incluso las legítimas, son muerte y desgracia y atrocidad y lágrimas.”

Humanamente toda guerra está perdida desde sus orígenes o causas, para ambos bandos. El resto son películas.

*Este artículo forma parte del proyecto Destino Europa

Alberto Barciela

Periodista

Ucrania, lo inhumano en directo