La joven fue instruida en la metodología necesaria para su supervivencia, en la compleja historia de los de su raza, en cómo zanjar cuanto antes una conversación de estricta finalidad alimenticia con un incauto interlocutor y en muchos otras temas más. La dama también la aleccionó en materias más prosaicas para un vampiro como el buen gusto y las maneras correctas en la mesa, teniendo muy en cuenta que si asistían a una cena debían fingir que comían sin hacerlo efectivamente —quizás lo más complicado—. ¡Era tantos los conocimientos y tan poco tiempo para adquirirlos que, casi, se podía considerar un curso intensivo!
Milenka absorbía todo con rapidez. Si en un principio fue bastante displicente, catada la deliciosa sangre a temperatura corporal, con la frescura y sabor originales —sin plásticos de por medio—, su carácter y sentimientos comenzaron a cambiar. Desechó definitivamente toda nostalgia hacia su anterior condición humana y se sumergió en un estado de euforia y plenitud que celebraba su ingreso en el mundo de los no muertos.
Mariana seguía sin prestarle zapatos, esta era la realidad, pero ella misma aprendió a conseguirlos por sus propios medios y consideró esa falta de adoctrinamiento una maniobra educativa de su maestra para que espabilara y consiguiera sin ayuda sus propios caprichos.
La época estival era su favorita. Al hacer tanto calor, mucha gente dormía con las ventanas abiertas para que entrara algo de fresco en sus habitaciones recalentadas durante las innumerables horas de sol. Procuraban así la ansiada brisa y con esa brisa, se deslizaban ellas suave y silenciosamente. Y aunque un vampiro tiene que ser invitado para poder entrar en casa, es incuestionable que dejar una abertura al exterior ya evidencia esa voluntad de forma tácita.
—El que no quiera recibirnos, ¡que cierre!— solía repetir Mariana.
Gracias a esta cotidiana rutina y a la encantadora costumbre, en estas fechas, de no llevar puesto siquiera un camisón, millones de venas de fácil y libre acceso se quedaban al descubierto impregnando el aire de un aroma dulce a carne jugosa y bien irrigada. Eran entonces cuando las mujeres, en lugar de ceñirse a un solo cuerpo, algo siempre más aburrido y monótono, se iban de tapas y picoteo haciendo estrambóticas mezclas y chupando, como suele ocurrir en estos casos, más de la cuenta.
A Milenka le encantaba hacer travesuras como quedarse un rato debajo de la cama de sus ingenuas víctimas, alargar la mano y acariciarles los tobillos que, a partir de entonces, iniciaban un sonámbulo movimiento para espantar en vano el toqueteo. El baile terminaba cuando les daba un mordisquito en el talón que, al día siguiente, confundían —¡inocentes!— con el vulgar pinchazo de un insecto.
Pero una todavía calurosa noche de septiembre, regresando del festín y la parranda, escucharon un ruido sobrenatural que las alertó. Paseando por el jardín de Les Ténèbres, su animada conversación alrededor de las distintas calidades y denominaciones de origen de la sangre y sus últimas compras de zapatos fue interrumpida inesperadamente. Las dos, quietas, se quedaron en sepulcral silencio para desentrañar el origen del raro murmullo.
Se trataba de un roce áspero y continuo acompañado de sonidos guturales a intervalos. De no ser Mariana y Milenka inmortales vampiras, habrían salido corriendo despavoridas, pero su condición de mujeres empoderadas, gracias al más antiguo de los diabólicos rituales, les hizo permanecer en su sitio curiosas y expectantes.
De repente, el crujido de una rama detuvo el soniquete. Se miraron fugazmente y con complicidad para comunicarse entre ellas la existencia de un posible peligro.
—Milenka— dijo una voz ronca, gastada por los siglos, tras un matorral.
Sus miradas se dirigieron hacia donde provenía la llamada.
—Milenka— insistió. —Soy Garald y he venido para llevarte con los tuyos. No debes vivir aquí. Este ambiente es retorcido, sucio y corrupto. No perteneces a este mundo capitalista. Regresarás con nosotros al lugar donde perteneces y de donde nunca debiste escapar.
Las dos mujeres se pusieron en guardia. A ninguna de ellas le gustó el imperativo utilizado. No se trataba de una invitación, ¡era una imposición! Pero… ¿quién o qué estaba detrás de aquella osadía que insultaba abiertamente su estilo de vida y su cultura?
Su cuerpo deforme extendido a ras de suelo —un tronco largo y extremidades cortas terminadas en garras de uñas negras— evidenciaba la pertenencia al clan ruso de Los que se arrastran.
Mariana, en un rápido movimiento que hizo tintinear su espléndido vestido cuajado de abalorios estilo charlestón, dio un salto para desenmascarar al atrevido intruso y ponerle en su sitio, que, a todas luces, no era el jardín de su palacio, sino muy lejos de allí.
Pero hasta una vampira tiene sensibilidad e igual que dio un brinco hacia delante, volvió a darlo hacia atrás como acto reflejo al descubrir al ser nauseabundo que se escondía tras la maleza.
Su cuerpo deforme extendido a ras de suelo —un tronco largo y extremidades cortas terminadas en garras de uñas negras— evidenciaba la pertenencia al clan ruso de Los que se arrastran. La escasez de pelo en su cabeza dejaba entrever una piel escamosa infestada de granulomas y sus ojos hundidos supurantes de líquido viscoso remataban su desafortunada anatomía.
La bella y letal dama reprimió una arcada. Al fin y al cabo, venían de cenar. No era la primera vez que se topaba con un miembro de este repulsivo clan pero hacía más de un siglo que no veía a ninguno y ya había olvidado su repelente aspecto.
Vivían en Siberia, en las cuevas del macizo de Altái. Como es obvio, no en las que eran visitadas frecuentemente por turistas, sino en otras de imposible acceso para el ser humano y, por tanto, de improbable descubrimiento.
En unos segundos, salieron de sus escondites decenas de camaradas de Garald arrastrándose pesadamente y enseñando sus asquerosos caninos en señal de advertencia.
—No te vas a llevar a Milenka, escoria inmunda, ¡no lo voy a permitir! ¡Vete por donde sea que hayas venido! ¡¡Largo de mi casa o te arrepentirás!!
El ser informe levantó sus extremidades delanteras que le servían como brazos y dirigió una mirada furibunda a Mariana que, de súbito, degeneró en una carcajada que expelía un aliento putrefacto y mostraba unos grandes colmillos marronosos, sucios y afilados como navajas.
—Entonces, puede ser que quieras venir tú en su lugar; eres la que la ha instruido en estas malas artes. No es, pues, descabellado que te llevemos a ti y extirpemos el cáncer de raíz. Así la pequeña seguro que vendrá con nosotros, voluntariamente, más adelante.
—¿De qué malas artes me hablas, abominable engendro? No vulnero ninguna ley de los de mi clan. Vuestras normas a mí no me afectan así que, ¡no te lo voy a decir más veces! ¡¡Fuera de aquí!!
El vampiro ruso volvió a reír, esta vez, parecía que estaba gozando de lo lindo con la situación, algo que enervó todavía más a la gran señora. Sin embargo, pronto comprendió el porqué de tanta risotada estúpida. En unos segundos, salieron de sus escondites decenas de camaradas de Garald arrastrándose pesadamente y enseñando sus asquerosos caninos en señal de advertencia. Una especie de lodazal con vida propia comenzó a acorralar a las mujeres.
La escabrosa escena se había quedado grabada en su memoria y, entre lágrimas de sangre por la pena y por la culpa, prometió ir a buscarla aunque fuera lo último que hiciera en este submundo.
Milenka, que se había quedado petrificada, no logró reaccionar. Un terror paralizante, dada su juventud como vampira, se apoderó de ella. No podía imaginarse una batalla cuerpo a cuerpo con semejantes monstruos. ¡Si acababa de aprender a chupar sangre de los humanos más tontorrones! Desesperada, dirigió su mirada a Mariana en busca de apoyo y… ¡oh, no!, pudo ver —¡y también sentir!— el miedo en su rostro y en lo más profundo de su corazón. ¿Qué iban a hacer? ¡Prefería la estaca a separarse de su protectora! ¡Y aún menos quería marcharse con aquellas cosas horribles que se arrastraban por el suelo y vomitaban babas infectas!
Sin embargo, en contra de lo esperado, el círculo se fue cerrando alrededor de su mentora que, instintivamente, comenzó a gritar con una fuerza prodigiosa, aunque sus chillidos quedaron ahogados al instante por una garra peluda que le tapó la boca. La sujetaron por sus hermosos pies de una blancura celestial y le despojaron del vestido. Como a Juana de Arco a punto de ser quemada viva, la apuntalaron a una estaca sin mucho esfuerzo. Ella se revolvía, pero ellos, Los que se arrastran, eran muchos, ¡demasiados!
La lucha de la mujer formaba parte de su instinto pero era del todo inútil. Sus poderes, anulados mentalmente por aquel ejército de vampiros comunistas, no le servían de nada.
En apenas un minuto, se la llevaron desvaneciéndose en las sombras como el humo de un cigarro. De ella, tan solo quedaron su vestido y sus fabulosos zapatos dorados de princesa de las tinieblas.
Milenka, desolada, sintió un vacío en su interior; un vacío físico que dolía.
La escabrosa escena se había quedado grabada en su memoria y, entre lágrimas de sangre por la pena y por la culpa, prometió ir a buscarla aunque fuera lo último que hiciera en este submundo. Ignoraba cómo ni cuándo, pero a ciencia cierta lo haría fuerte y, sobre todo, acompañada. Buscaría una gran alianza para vencer a Garald y al resto de repugnantes criaturas. Deseó destruir los cimientos de su comunidad y de toda aquella ideología macabra. Su aliado debía ser poderoso, malvado y sin escrúpulos de ningún tipo.
Lo que ignoraba la joven iniciada era que ese ser despiadado y cruel la iba a buscar a ella también. Y la encontraría mucho antes de alcanzar sabiduría y experiencia.
Pero esa… ¡esa es otra historia!
Silvia Rodríguez Coladas
Continuará próximamente en una novela.