Premio Cervantes, un tesoro ignoto: Gonzalo Celorio

Gonzalo Celorico.
Celorio, con la lucidez del maestro, nos ofrece la clave de su arte: el éxtasis de encontrar “la palabra buscada durante horas, durante días, acaso durante años, de pronto se aparezca resplandeciente para instalarse en la mitad de la página. No hay placer más grande que ver iluminada en la palabra la oscuridad caótica de la que procedía”. En mi caso he de encontrarme con su obra.

 El reciente anuncio de Gonzalo Celorio como Premio Cervantes irrumpe en nuestra cotidianidad como esa pincelada brillante que, aun perdida en el lienzo de la memoria, promete un universo por desvelar. Este galardón, que legitima “la excepcional obra literaria y labor intelectual” del narrador, ensayista, catedrático y crítico mexicano, nos impele a la lectura, a la búsqueda que suple la ignorancia inicial. Celorio, con la lucidez del maestro, nos ofrece la clave de su arte: el éxtasis de encontrar “la palabra buscada durante horas, durante días, acaso durante años, de pronto se aparezca resplandeciente para instalarse en la mitad de la página. No hay placer más grande que ver iluminada en la palabra la oscuridad caótica de la que procedía”. En mi caso he de encontrarme con su obra.

 

Las vagas referencias iniciales nos dicen que, para el galardonado, la génesis de este oficio ineludible se encuentra en una suerte de contagio, una bendita patología: una “enfermedad severa e incurable: la escritura” que brotó cuando empezó a “confundir la vida con la literatura”. Este no es el inicio de un hobby o una vocación menor, sino el umbral de una dolencia vitalicia de la que se nutre el arte. El andamiaje de su vida intelectual se cimienta, no sobre la desmesurada ambición juvenil de “abarcar la totalidad”, sino en algo diametralmente opuesto: la madurez de “morigerar la ambición de los desmesurados proyectos juveniles”, una contención, un temple, que transforma el caudal desbocado en un río navegable. Esta reflexión se manifiesta en pasajes de Los Apóstatas, una de sus obras más relevantes.

 

Pero antes de la pluma, está el altar. Los libros, desde la infancia, se atisban como objetos de un valor sagrado, transportándonos a ese librero de la casa familiar, “el repositorio de los libros de una familia medieval”, cuya mera presencia imponía una solemnidad de relicario. Esta sacralidad se mantiene incólume, pues la biblioteca, más que un mueble, es un espacio teológico donde la inmersión en la cultura sella la fe del futuro escritor, ya sea a través de un vasto Diccionario enciclopédico, “toda una biblioteca en una sola obra”, o de los volúmenes de El tesoro de la juventud con su “rancio olor a jabón” que recordaba la misma necesidad de aseo antes de tocarlos.

 

En este universo de papel, el autor mexicano subraya el papel cardinal de la fantasía. Lejos de ser la némesis de la realidad, es su complemento esencial, pues “la imaginación no se opone a la realidad, sino que forma parte de ella”. Es el recurso crítico, el lumen que permite transformar los datos mudos en discurso. Los hechos, nos recuerda, “por sí mismos no hablan. Hay que interrogarlos y transformarlos en discurso. ¿Cómo? Con la imaginación”. La formación del escritor, por tanto, no se da en un taller de técnica, sino en el ágora del conocimiento profundo, en la lectura crítica, la que transforma la pose en asimilación, permitiendo que el texto se haga íntimo: “a fuerza de leerlos una y otra vez... empecé a decirlos con mi propia voz y acabé por hacerlos míos. Tan míos como los libros que los contenían y que me palpitaban en las manos tal un pájaro atrapado en pleno vuelo”.

 

Al final, el acto de leer y escribir se humaniza en el gesto. Los libros en las estanterías nos dan “las espaldas, como si estuvieran castigados”. Solo al elegirlos y abrirlos, “es como si le levantáramos el castigo y lo penetráramos amorosamente”. En ese gesto de amor y liberación, se encierra la ética del literato: “No los presto pero los comparto. Vaya que los comparto.”

 

Dicen que Celorio es, ante todo, un escriba de destino y un lector profesional de la vida. Su prosa, ensayística y narrativa, se erige sobre pilares de una solidez casi arquitectónica. Es un constructor de mundos donde la memoria es el cemento y la inventiva la herramienta para cincelar la verdad. Llegamos a Celorio, el Premio Cervantes nos lo indica con la precisión de la pluma certera, como una flecha que señala el corazón de las letras iberoamericanas: hay una playa de tesoros por descubrir. Los galardones tienen su utilidad, si son justos. Hay que atrapar estas aves preciosas, en pleno vuelo y compartirlas. Vale.