Momentos Altos
Camino dos minutos pisando hojas caídas de los olmos de Santa Clara. A través de los auriculares oigo el andante del concierto 2 para piano de Rachmaninov, plas, plas, plas… Saludo al vecino José Antonio en la parada del bus número 6, y veo nubes blancas entre cielo azul. El piano gotea unas notas alternadas con la flauta, interpretadas para mí por Lang Lang…, el mundo está bien hecho en noviembre.
Esa mañana de martes sacudo las sábanas para algo parecido a hacer la cama. Oigo RNE y a la pareja de locutores que emiten Sinfonía De La Mañana desde hace una hora. Hacen bueno el comienzo del día con su buen humor y su música.
Me voy mentalmente a Auckland, Nueva Zelanda. Allí son las cuatro de la madrugada, doce horas más adelante en el reloj, las antípodas: los más duermen, hacen pan, languidecen en la cama de un hospital, velan, limpian calles, o están de parto.
El “simultaneísmo” me permite estar ahora en todas partes. Y me voy a Lima, donde mi primo Albert, con seis horas de retraso respecto de Europa: ahí son las diez de la mañana y dan clase, caminan, reciben clase, conducen bus, dan pienso a las gallinas.
Ejercito el ‘simultaneísmo’ e intento evocar a todo el mundo, solidarizarme con los ocho mil millones de habitantes de la Tierra, los pobrecillos.
Momentos altos. Doloridos o mollares. Cada momento es potencialmente alto. ‘Todos los momentos son santos y buenos para los hijos de Dios’, decía mossèn Pere Ribot, en los veraneos de mi infancia.