In memoriam

Emilio Lavandeira, Almudena Grandes y Darío Xohán Cabana

Dario Xohán Cabana.

 En la discrepancia uno también encuentra concordancias. En la palabra confluyen los ancestros y se enredan las memorias, debaten las ideologías. Y se evoca a los grandes.

            El día se hizo otra cosa un domingo de porcelana frágil y hermosa, rebozada de desportillados, herida de finas hierbas. Con ella se lleva a todos, la muerte, pero antes a los mejores.

            A Emilio Lavandeira Prieto, ese fotoperiodista, que era esencia del callejear lento de las piedras de Santiago, de la Compostela inmortalizada en su estar, en su trabajo, en su fina ironía caricaturesca, entre curas y almas tabernarias, perdidas o ganadas, que nunca se sabe, entre infinitas sabidurías apuntadas al vuelo de la inspiración, en la charla con bernales o del Franco a la Alameda. En Emilio cabe enmarcar décadas de blancos y negros inolvidables, casi tintos, de todo lo que hizo transitar a lo picheleiro de aldea a urbe, de lo local a lo universal, paso a paso peregrinos. El y Diego Bernal o Juan López Rico -al que encuentro ocasionalmente, siempre con afecto- lo escribieron con EFE, y en su caso lo reenmarcó con fotografías. Sus clips, como sus bongós, resuenan ya para siempre en la Vía Láctea, su hijo Emilio Lavandeira Jr. sigue la estirpe con inusitada maestría humana y profesional. Son grandes sus obras casi tanto que no caben en mi admiración y respeto, por una amigo, por un maestro, por alguien inolvidable.

            Almudena Grandes, madrileña sin más catedral que el Manzanares castizo, hoy Estadio Metropolitano, rezaba a lo laico campechano, guardando en el puño cerrado sus certezas expresadas en su voz agrietada o en su un teclear de vagar libre por una historia que siempre será memorística, imprecisa, subjetiva, pero que era la suya y la de otros y por lo mismo respetable, defendible. En un igual a igual con Luis García Montero, su compañero, el poeta con el que tendremos que aprender a recordarla, el mismo que hace unos días presentó a Nélida Piñón en el Instituto Cervantes, acto en el que se guardó el dolor que ya sabía. El cielo de Madrid cuenta otra estrella, la misma que paseó con prisa la corte, con el entusiasmo de saberse cierta en su luz conmovida. En el disenso nos encontramos y en la discusión encontramos puntos de encuentro, entre páginas y variados fandangos. Ese es el juego. Mis respetos por la persona y mi admiración por la escritora, practico justicia plural.

            Siempre habrá una forma de ser/ distinta,/ tan cerca da la tierra que se confundirá con ella,/ habrá barro en los días de lluvia,/ barro fresco del que renacer de la tierra.// Pero ahora/en este momento perecedero, / déjame volar sin banderas/ en el cielo de una ilusión,/ en la ideación de un garabato en el aire,/en el atisbo de un territorio invicto.// No deslumbren tus ojos./ Inunda el alma.// Llorar por lo inconmensurable/ es no entender robles/ Sin estrellas /ni la flor ya movida por tantas tumbas,/ni la emoción de una palabra indefinida. // Yo soy tú,/y ya somos tantos/ que solo podemos vivir entre nosotros,/ para siempre. Entre dos siempre, en este ahora nostálgico y pleno de ausencias, este último poema se lo dediqué a Darío Xohán Cabana, con motivo de su marcha al reino de Breogán. La mítica del poeta, su música, el recuerdo grato de algún encuentro casual, hacen prevalecer su bonhomía, su saber. Y en ello, en un poema, en una novela o en un clip nos encontramos todos retratados. Para siempre.

            Leo con deleite “Un día llegaré a Sagres”, de mi entrañable Nélida. En sus palabras me reencuentro con el figurado Mateus, como un joven Emilio saliendo de Ortigueira; en otro personaje, con Almudena, paseando por Madrid -una figurada Lisboa-, o con Darío -quizás el anticuario-, esperando mil primaveras más para nuestra amada Galicia -quizás todo Portugal- mientras un AVE de hierro e ilusiones la sobrevuela. Los distintos cielos bien podrían haber esperado un poco más. Eso creo.

Alberto Barciela

Periodista