martes. 11.11.2025

Ante la inmensidad de Maruja Mallo uno cae en la tentación del exceso. Ante ella y ante la evolución de su obra. Transgresoras ambas, responden a un currículum circunstanciado por uno de los momentos creativos cumbre de la cultura española, en la literatura, en la plástica, en el teatro... agitado en lo político, en lo social, en lo intelectual. Y todo ello fue el caldo de cultivo para una mujer -apúntense el dato- llegada de un pequeño pueblo de la costa lucense, Viveiro, colmado de aires pero aislado en aquel momento de las corrientes de vanguardia, de la misma punta de lanza que alumbró y ofreció al orbe.

Nada parece normal en el devenir de aquella Mallo deseosa de mundos, a la que no habría de alcanzar lo real y que hubo de crear su propio universo, necesariamente estrambótico, irregular y sin orden, pleno de hallazgos, como una conquista de alcances cósmicos, donde cabe y perdura lo estrafalario, lo grotesco, lo raro, lo excéntrico, lo chocante, lo pintoresco, incluso lo que algunos calificaron como ridículo, todo menos lo convencional.

El arte español del siglo XX no se entiende sin la figura de Maruja Mallo (1902-1995), artista, pintora, ceramista, diseñadora..., una de las grandes contraventoras de los convencionalismos, inspiradora esencial de la Generación del 27. No fue solo una pincelada más en el lienzo de la vanguardia, sino un latido enérgico que hizo vibrar el cubismo, el surrealismo y cada dogma que se atrevió a cruzar en su camino.

Esta gallega, cuyo nombre de nacimiento era Ana María Gómez González, no se conformó con ser admitida en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando; irrumpió con la fuerza de un vendaval, compartiendo aulas y vida con mitos como Salvador Dalí y Federico García Lorca. Se cuenta que, junto a otras intelectuales, se atrevió a cruzar la Puerta del Sol sin sombrero, un gesto de audacia que le valió el sobrenombre de “Las Sinsombrero” y que fue mucho más que una anécdota: fue una declaración de libertad en un país aún constreñido por lo rancio.

Su primera etapa, la de las «Verbenas» y las «Estampas» (1927-1928), la situó en el mapa de la modernidad con una exposición organizada por el mismísimo José Ortega y Gasset en la Revista de Occidente. Eran obras llenas de vida, de color intenso, de una mirada popular, mágica y jovial, que convertían el bullicio de la calle en una fiesta pictórica. Pero Maruja Mallo nunca fue de anclarse. Su espíritu indómito la llevó de la geografía a la cosmografía, de lo popular a lo sidéreo, tal como ella misma lo concibió.

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Su llegada a París, auspiciada por el encuentro con André Breton, la catapultó al surrealismo de manera radical. El mismísimo Breton, profeta del movimiento, le compró Espantapájaros (1929), una obra poblada de espectros que hoy es pieza fundamental del surrealismo. De la verbena al “antro de fósiles”, su pintura se hizo oscura, fantasmagórica, pero siempre con una base estructural rigurosa, un método que le permitió trascender el mero automatismo.

El exilio provocado por la Guerra Civil la llevó a América, primero a Buenos Aires -donde fue acogida por Gabriela Mistral y colaboró en la revista Sur de Victoria Ocampo -de lejano origen gallego- y luego a Nueva York, donde conoció a Andy Warhol y su obra se tiñó de los ritos sincréticos de América, dando lugar a series como La Serie Marina y La Serie Terrestre y las fascinantes Máscaras. Su trayectoria fue una constante metamorfosis, una búsqueda incansable que la llevó de los collages cubistas a las geometrías constructivas, del realismo mágico a la abstracción.

Maruja Mallo no fue solo una musa, fue una creadora feroz, una artista que vivió en una eterna transgresión, convirtiendo su propia existencia en una performance (“actuación”, “representación”). Relegada e invisibilizada durante años, su legado ha resurgido con la fuerza de un manifiesto. Ella, que en la vejez visitó ARCO y preguntó si las colas eran “afición o ganado”, nos dejó un universo de audacia, de rebeldía estética y de empoderamiento femenino plasmado en el lienzo. Maruja Mallo no es solo la pintora del 27, es el rayo que no cesa de la libertad creativa, la que agota catálogos en siete días en el mismo Museo Reina Sofía. Es su momento, lo ha sido siempre, al menos desde que el Centro Gallego de Arte Contemporáneo la redescubrió de la mano de Pilar Corredoira, eran tiempos de Manuel Fraga Iribarne, quién lo diría.

Alberto Barciela.
Alberto Barciela.

 

Fue aquella una exposición retrospectiva dedicada a Maruja Mallo, coincidiendo con la apertura del edificio diseñado por Álvaro Siza. Esta antología tuvo como objetivo recuperar la figura olvidada de la artista, reuniendo alrededor de 130 obras, entre pinturas, dibujos, grabados, bocetos para cerámica y fotografías. Además, se presentó un extenso conjunto documental compuesto por apuntes, cuadernos inéditos, catálogos de exposiciones, revistas y manuscritos, encontrados fortuitamente en un baúl conservado en la casa de un familiar. Uno de los grandes logros de la exposición fue reunir obras dispersas en diferentes localizaciones como Argentina, Uruguay, Estados Unidos, Francia y distintas ciudades españolas. Entre las piezas más destacadas figuraron Kermesse del Centro Pompidou, Naturaleza viva del Museo de Artes Visuales de Montevideo, Retrato de mujer del Museo Provincial de Bellas Artes Rosa Galisteo de Rodríguez y varias obras pertenecientes al Museo Reina Sofía. Además, se incorporaron piezas emblemáticas como El Mago, Mensaje al mar y La Sorpresa del Trigo, procedentes de colecciones particulares. Todo eso se multiplica ahora hasta 200 objetos en el Museo Reina Sofía, bajo la excelsa dirección del gallego, Manuel Segade. Lo eterno se vuelve extravagante y se encuentra en la eternidad de la cultura, dialoga.

Maruja Mallo en el museo Reina Sofía
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